Nuestro idioma, tan rico en adjetivos, se queda corto en la definición de otro. En inglés, otro (other), tiene una cierta connotación que no se aplica comúnmente en castellano. Otro, en una de sus acepciones literales, es aquella persona distinta de la que se piensa o se habla. En inglés, other se utiliza también para describir a la contraparte, al opuesto, al contrario. Traigo a colación este tema, pues en nuestra realidad política actual, no solo el idioma nos falla, sino la actitud, tanto individual como colectiva, tanto privada como pública, revela un total, absoluto y generalizado desconocimiento del otro (en la acepción inglesa de la palabra). Es decir, todos, o casi todos, estamos negados a reconocer como válidas opiniones o argumentos esgrimidos por quienes se encuentran en un espectro político diferente.
Es más, aceptación en uno u otro bando depende del desconocimiento que se profese por el otro. Mientras más antagónico y recalcitrante, mientras más manifiesta dicha actitud, más réditos se ganan. Para alguien que lleva casi 10 años viendo los toros desde la barrera del exilio voluntario, como es mi caso, es fácil concluir que el problema social y político que vive el país no se va a resolver, ni siquiera con la eventual salida de Chávez del poder. Las voces sanas y desinteresadas no tienen cabida en tal espacio, y ello es consecuencia de las actitudes hostiles para con el otro, el diferente (en el sentido literal castellano), que caracterizan a las posiciones o grupos ideológicos que dividen la sociedad.
Nuestro país ha pasado por etapas en las cuales el reconocimiento del otro se tornó impracticable por cuestiones económicas y políticas: hablo del período independentista y de las muchas vicisitudes que siguieron a partir de allí. Boves fue un caudillo exitoso por una razón muy sencilla, y muy empleada por al actual presidente: supo darle curso emancipador al profundo resentimiento que negros, indios y mulatos sentían por la clase mantuana. Utilizando un discurso libertario, fue un pionero en capitalizar el odio al otro. Bolívar le siguió, hasta que se dio cuenta que con la actitud asumida en la proclama de Guerra a Muerte, no se llegaría nunca a ningún lado que no fuese la obliteración de la sociedad.
En estos tiempos las posiciones son, como en aquel entonces, irreconciliables. En un lado del espectro tenemos a un grupo social que, como todo colectivo, está lleno de cualidades y defectos, pero que pareciera compartir la noción de que existen ciertos límites y hay, o que respetarlos, o sino por lo menos aparentar que se respetan. En el otro lado, tenemos a un grupo que en su sed de resarcir resentimientos y armarse de poder está dispuesto a todo, como los lanceros de Boves, aun cuando el todo signifique poner en peligro la integridad, no sólo personal sino colectiva. Las consideraciones sobre percepción o apariencia que definen a ese grupo parecieran estar dictadas por un sincero orgullo derivado de la pertenencia a un colectivo absolutamente radical. De más está decir que hay una serie de aspectos y consideraciones económicas, políticas y sociales que definen el comportamiento individual y colectivo, así como la pertenencia a uno u otro grupo. Ambos grupos sin embargo comparten el desprecio por el otro.
Esta situación ni es nueva, ni es endémica de nuestra sociedad. Actitudes similares pueden observarse en mayor o menor grado en todas las sociedades, industrializadas o no. El resultado de tales pugnas sociales también es harto conocido: Venezuela vivió un siglo de guerras civiles, al cual le siguió otro siglo de relativa armonía.
Tal parece que en la actualidad los venezolanos, en su conjunto, están bien interesados en sumir al país en un nuevo conflicto social. La historia de la humanidad no tiene ejemplos de la erradicación total del otro, aun cuando se ha intentado en incontables ocasiones. El otro continuará siendo, existiendo.